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Con el Sol en mis Barrios, de Santiago Tangamandapio

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     (Primera de 2 partes)

 

Santiago Tangamandapio, Mich.--  En la ternura de tus mañanas /  tu me despiertas con “La Paloma”/ y se renueva, barrio, mi vida / en la vivencia de tus auroras./ El campanario despierta al barrio, / cuatro mujeres van al molino,/ otras de prisa van al mandado./ Pasan los coros de ordeñadores, / y con el canto de los cenzontles / también despiertan los corazones.

Barrio del Guaje

     Así comienza el poético canto que monseñor Vivaldo Oregel Cuevas dedica a los barrios de esta su tierra –en este caso al Barrio del Guaje--. El autor muestra, con gran romanticismo, una  parte de su filón  poético al escribir la obra que tituló “Con el Sol en mis Barrios”.

     Y no falta a la verdad. Aquí, cuando las sombras de la noche se aprestan a partir, cada uno de los vecinos sabe que la aurora está próxima, apenas escucha las notas de  “La Paloma”. --Parece que tenemos las bocinas en la casa. ¡Qué fuerte se escuchan campanadas y música!--, dice José Muratalla Torres, conocido y gran maestro albañil, vecino del barrio. Ondas musicales que salen de las trompetas colocadas en una de las arcadas-campanarios de la torre parroquial. Además, si se atiende a lo que sucede cada día, éste aparece precisamente por ese lado de la población, por el oriente. Seguramente los primeros habitantes de este lugar intentaron mantener en secreto el asentamiento. Tan es así que amanece primero en los barrios que se levantan en los sitios más occidentales y altos, que en el centro y oriente del pueblo.

     Aunque hoy varias de las actividades cantadas en los versos inicialmente recordados, cosas son del pasado. Las notas de La Paloma aún se escuchan, cada mañana. Y sirven, como antaño, para anunciar que las actividades del diario acontecer están próximas a tomar vida, a reanudarse. Ese: “buue-nos-días, pa-lo-ma-blan-caa-hoy-te-ven-goa-saa-lu-dar,…”, forma parte de una larga, añeja tradición comunitaria. Pocas mujeres quedan –que las hay--, empero, que bajen al centro de la población, donde está el molino, con su cubeta con nixtamal; para, una vez convertidos los granos en masa, volver al hogar, encender el fogón y “echar las tortillas”. Cuando así sucedía, no eran raras las escenas en las que los niños –más en tiempos de lluvias o frío--, rodeaban la chimenea, sobre la que había un metate, a la espera de que su mamá les sirviese un vaso de alguna bebida calientita –arroz o avena en leche, y cuando la cosa iba bien, chocolate--. Y para apaciguar el hambre de la mañana, con una tortilla recién hecha, con sal,  mientras el calor del fuego los protegía de las inclemencias del tiempo. Aunque  esto valía para todos los hogares del pueblo. Hasta la calle llegaban las alegres risas de los chiquillos, envueltos entre las notas del Gallito Madrugador, que conducía nuestro entrañable compañero y amigo Salvador Mejía Aguilar.

     Ha crecido mucho

     Verdad es que los ordeñadores, cada mañana –aunque no tan anochecida como aquellas de  los tiempos, de los que el entonces joven seminarista en su romance nos canta-- como antes, acuden a la ordeña, en pos del lácteo producto de las ansiosas vacas que, al pie de los cercados, donde han dormido sus crías--, esperan que los “portillos” –así son conocidos las puertas por donde se conduce el ganado--  sean abiertos por los ordeñadores. Los bramidos y berreos de unas y otros –vacas y becerros--,  se escuchan en las orillas del barrio. Pero los ganaderos, ahora, hacen los viajes sobre potentes camionetas pick ups. Más tarde,  minutos después, serán acompañados por quienes gustan de los llamados pajaretes. Una láctea bebida en la se combinan la cocoa, el alcohol puro –bautizado generalmente por los bodegueros y tenderos--  de caña y leche recién ordeñada. Y si antes, a caballo, lo hacían a través de las anárquicas calles San Rafael y Guadalupe, hoy, la vía más utilizada es la calle Zaragoza. Aunque no le van a la zaga las primeramente nombradas.

     El aspecto que presenta este barrio –de San Rafael, según lo llamó el párroco don Emiliano del Río Hernández, presbítero que dejó honda huella en esta comunidad católica, merced a su entrega y dedicación--, dista mucho de la que ofrecía en los días en que monseñor Oregel Cuevas se dio a la creación, composición y escritura del poema. Ahora, el Barrio del Guaje –conocido así por la abundancia de los blanquecinos árboles productores de las aromáticas vainas--, ha crecido mucho. Tanto que sus inclinadas, serpenteantes y hasta retorcidas calles, entreveradas con estrechos callejones –casi todos cubiertos con cemento hidráulico--, han superado en número a las que motivaron al entonces seminarista, estudiante del seminario diocesano de Zamora  a la hora de crear su obra.

Se puede asegurar que, el macizo montañoso, allí donde se empina más el Cerro de La Cruz, seguramente fue escogido por los tecos –fundadores originales del caserío--, como natural muralla que los defendiese ante los embates –que debieron ser constantes--, ha sido principio y fin de una amplia y fértil llanada, propia para el cultivo de granos –maíz, frijol, sorgo--, así como verduras; y, sobre todo, para el pastoreo de ganado.

Tal vez esto motivó al sacerdote a cantar: Balcón del pueblo,/ nido y paisaje,/ barrio que pintas desde la cuesta,/ dame, te pido,/ toda la gracia y el colorido / de este mi pueblo noble y sencillo,/ que se despierta de entre las huertas./ En la ribera de tus arroyos// ya tus casitas están pintando,/ pintan y pintan sus acuarelas / bajo los puentes y los remansos.

De inundaciones y haciendas

A este barrio lo separa, de sus ídem de Arriba y Abajo, El Arroyo, o río Encinillas. Y desde ese su eterno balcón, vio cómo este arroyo cubrió, la noche del martes 12 de julio de 1961, parte del Barrio de Arriba y toda la franja del Barrio de Abajo que lo acompaña hasta más allá del punto en donde se junta con el arroyo que baja desde El Plan, El Nopalito y Querénguaro. Ha sido el percance natural de que se tenga memoria en el pueblo.

¡Ah!, olvidaba decir: los vecinos de esta parte de la mancha urbana, de esta cabecera del municipio, han mantenido el modo de vida que adoptaron los que aquí han vivido, desde los primeros días: se dedican a las labores del campo. Al oriente, más allá de La Loma, se extiende un extenso plan, que fue propiedad de la hacienda de Jerusalén. Tal vez, en tiempos posteriores al Porfiriato, terminada la lucha armada de La Revolución, la mayor concentración de tierras en el municipio, con la excepción de  Guaracha. Aunque no también, por sus calles, se llega a lo que fue el Ochoyeño, otra de las haciendas que se asentaban en el municipio.

Reparto, muy difícil

Cuentan los tangamandapenses que vivieron, o que escucharon los relatos de quienes los conocieron y sufrieron con esos tiempos y aconteceres, que en este lugar la lucha por la posesión de la tierra fue dura, hasta llegar a la sangre. No había domingo, relatan los ahora ancianos,  que no hubiese un muertito. Sobre todo entre los seguidores de Melquíades Guzmán, líder agrarista nacido en la comunidad de Churintzio, de este municipio, y quien seguramente gozaba de la protección y cobijo del clan que lideraba Dámaso Cárdenas del Río –Chavinda está a menos de 3 kilómetros de esa ranchería y la influencia de los chavindenses, entre las pobladores de esta comunidad y los de Telonzo, era inocultable. Allí, entre los más destacados cardenistas, habitaba y había nacido, José Garibay Romero, íntimo de David Franco Rodríguez y Enrique Bravo Valencia--. Melquíades no podía escapar a esta influencia.

Así que cuando el tangamandapense decidió liderar al grupo peticionario, entre los que se encontraban muchos santiagueños, miembros de las familias Campos, Ochoa, Jacobo y Espinoza –por citar algunos patronímicos, y la mayoría de ellos vecinos del Barrio de Abajo--, para ser dotados con tierras pertenecientes a la hacienda de La Verduzqueña, propiedad de doña Antonia Verduzco Del Río, viuda de Verduzco; así como una porción de las propiedades de la familia Del Río, lo hacía con la seguridad de concretar su sueño. Así se formó el ejido de Santiago Tangamandapio.

Con el camino andado, es posible que gentes como José y Manuel Escobar, Rafael  y José María González Ochoa, así como Ramón Robledo, se pusieran al frente de quienes pretendían los terrenos de la hacienda de Jerusalén, propiedad de la familia García. Consumado el reparto, no faltaron, como era de esperarse, las desavenencias. Y como la mejor forma de arreglarlas era mediante las balas o las puñaladas –de preferencia traperas--, la sangre no dejó de correr. Los pleitos entre familias, que durante décadas se palparon, ahora, con la llegada de la educación, por fortuna, han desaparecido. Han muerto. Hoy, si mis cálculos no mienten, son 65 los dueños de los derechos de otras tantas parcelas. Sin embargo,

     Cambio de rostro

Todo el terreno conocido con el nombre de El Plan, lo que dio vida a buena parte de la hacienda de Jerusalén –tanto el casco como la casa del último dueño fueron rematadas por sus herederos--, cambió de rostro: de unos meses a la fecha, los tonos oro viejo –propios de los maizales y de las cañas del sorgo--  han dado paso a los plomizos de los túneles formados por el fierro y el plástico que han de cubrir los plantíos de fresas, probablemente arándanos, frambuesas y zarzamoras, próximos a ser plantados. Cultivos que alcanzan mejores precios en los mercados, pero que también exigen y requieren de elevados presupuestos y especiales atenciones.

Se advierte que los renteros de parcelas y pequeñas propiedades –que también las hay, y en cantidades mayores a las ejidales, en manos de los inversionistas--,  no son improvisados ni piensan, ni han pensado en jugársela. Los sistemas de riego son por goteo. La cantidad de pozos profundos en los que han invertido una millonada –se habla de varias perforaciones--, habla de las grandes cantidades de agua que han de utilizar y no deben desperdiciar el preciado líquido. “Con 2 horas de trabajo, diariamente, esos equipos de bombeo regarán unas 20 hectáreas, porque el sistema de riego es por goteo”, asegura un empresario nivelador de terrenos, que conoce a fondo lo que se realiza en El Plan.

Con estas inversiones, es claro que sólo quien no quiera trabajar, no lo hace, o lo hará. El problema estriba en que la gran mayoría de los habitantes del lugar sabe o ha cobrado en los campos estadounidenses. Y lo primero que hace cualquier aspirante a trabajador –en ésta y otras poblaciones--, es que compara el poder adquisitivo de uno y otro salarios: el de aquí –unos 130 pesos--, con el de allá: 8 dólares por hora. Y allí es donde “la puerca tuerce el rabo”, según relataba el maestro zamorano Luis Del Río, Rius, a través de sus sabrosísimas y queridísimas historietas.

 

(Continuará)

 

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