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(Sahuayo, 1923-2011)
Del Romancero de la Vía Dolorosa
Primera estación
Jesús es condenado a muerte
Et non respondit ei ad ullum verbum
(Mt. 27-14)
Te condenaron a muerte
tu silencio y mi silencio.
Las gargantas en tumulto
ante el Pretor somnoliento
lapidaron con sus gritos
el mármol de tu silencio.
Tu mutismo era una estatua
de blancura y de misterio…
“¡Habla, Jesús, que te matan!
Arropada en tu silencio
la muerte viene volando
entre graznidos de cuervos.
¡Habla, Señor, tu palabra,
como un huracán de fuego,
salga de tu boca y queme
lo falso de los denuestos!
¿Por qué te quedas callado
si eres el Divino Verbo…?
La boca de Dios quedó
baldía como el desierto.
Lo condenaron a muerte
su silencio y mi silencio.
Escupieron las gargantas
alaridos a mi miedo.
Al oleaje de gritos
debí levantar mi pecho
—dique de amor y diamante—
contra el torrente protervo.
Pero fui arena medrosa
que no supo defenderlo.
Debí gritarles… “¡judíos,
Yo soy, yo soy el perverso;
a mí la hiel, las espinas,
a mí la cruz y el flagelo!”
pero se anudó a mi voz
la vil serpiente del miedo.
¡Pastores, por cobardía
me mataron mi Cordero:
fue más fuerte que mi amor
el ladrido de los perros…!
Lo condenaron a muerte
su silencio y mi silencio:
uno, silencio de amor;
otro, silencio de miedo.
Cuarta estación
Jesús se encuentra con su Madre
Quo abiit Dilectus tuus, o pulcherrima mulierum? (Cant. 5-17)
Cristo, Niño mío,
¿para dónde vas?
María, Mar de lágrimas,
¿quién te lo dirá?
Piececitos como lirios
que en mi regazo crecieron,
¿por qué lleváis a mi Niño
por tan ingratos senderos:
alfombras: charcos de sangre,
sandalias: llagas de fuego?
Manecitas de jazmines
que en diciembre florecieron,
¿por qué os alejáis crispadas
sobre ese oscuro madero
y ni podéis despediros
de mí, perfumando al viento?
Cristo, Niño mío,
¿para dónde vas?
María, Mar de lágrimas,
¿quién te lo dirá?
¡Oh cabeza de mi Niño
que durmió sobre mi pecho,
negras espinas te ciñen,
ya no dulcísimos besos;
dolor y llanto te arrullan,
ya no cantares maternos!
¡Oh puñadito de mirra
que perfumaste mi seno!
¿por qué vas con esos hombres
y a mí me dejas gimiendo?
Yo, por Ti, diera mi vida,
ellos… ¡dan treinta dineros!
Cristo, Niño mío,
¿para donde vas?
Pobre María, Mar de lágrimas,
No te canses de llorar.
Quinta estación
El cireneo ayuda a Jesús a llevar la Cruz
Dilectus meus mihi et ego illi (Cant. 2-16)
Yo seré tu cireneo,
Tú, Jesús, serás el mío.
Eres de mi mismo barro,
Dios sudoroso y herido,
te faltan muchas caídas
para llegar al patíbulo.
Tu vida puede quebrarse
a la mitad del camino,
y si mueres a deshora
nos dejas sin crucifijo,
sin testamento, sin Madre,
sin el Refugio Divino
de tu Corazón, abierto
por la lanza de Longinos…
Tienes que llegar al ara
muerto de dolor… y vivo;
si te abruma mucho el peso
de tu amor y mis delitos,
yo seré tu cireneo…
¡Vayamos al Sacrificio!
Y después, cuando en la vida
se cambien nuestros destinos,
cuando Tú, resucitado,
todo balsámico y limpio
me esperes en los trigales
viviente pero escondido,
y yo cruce ante tus ojos
hecho temblor y martirio,
llevando mi cruz a cuestas,
de dolor desmorecido,
Tú serás el cireneo
que me lleve al Sacrificio.
Eres, como yo, de barro;
hazme, como Tú, de trigo;
exprímeme sobre el monte
como maduro racimo;
y los dos, compenetrados,
hechos de harina y de vino,
en la cumbre amanecida
seremos un Sacrificio.
Sexta estación
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Ut signaculum super cor (Cant. 8-6)
Así quiero que me pintes
Sobre mi pecho tu rostro.
En el pesebre, de niño,
eras estrellita de oro;
de joven, entre los lirios,
el más fragante de todos;
bajo los soles maduros
pareciste el más hermoso;
mas hoy, cuando todos dicen
que no tienes ni decoro,
es cuando me gustas más:
eres ¡el Divino Rostro!
Así quiero que te pintes
en mis entrañas muy hondo,
con pinceladas de sangre,
de salivas y de polvo;
morado de bofetadas,
palidecido de oprobios.
Me enamoras como nunca
porque en tu cara conozco
todo el amor que me tienes
encendido y doloroso.
Mi corazón es el lienzo
para que pintes tu rostro.
En Ti quiero retratarme
como un espejo en el otro.
¡Que no me falten espinas
ni lágrimas en los ojos,
ni sudor, ni bofetadas,
ni manchas de sangre y lodo!
Con tal que a Ti me parezca,
sufrir me parece poco.
Décimo segunda estación
Jesús muere en la cruz
Surgam et ibo ad Patrem (Lc. 15-18)
Vuelve ya a tu casa, Pródigo
el de las manos vacías.
¿A dónde vino a parar
toda tu gloria divina,
oh mi Dios, encarcelado
en una cárcel de arcilla?
Tú que colmas los abismos
con tu presencia infinita
cabes entre cuatro clavos
y una corona de espinas.
Dejaste el seno del Padre
por el seno de María;
del cielo huíste trayendo
toda tu herencia divina:
la diste a los pecadores
y a las mujeres perdidas.
El mosto de las granadas
coronó tus sienes limpias
con su locura de fuego
bajo la huerta sombría;
y así saliste, embriagado,
por la clara mañanita,
a derrochar tus tesoros
con amor y sin medida.
Tus manos fueron sembrando
su lluvia de rosas finas
en el surco azul del aire
sobre las tierras baldías…
ya estás ahí, manirroto,
en cruz sobre la colina;
¿qué te queda ya por dar
de tus riquezas divinas?
Por tener las manos rotas
se te quedaron vacías.
Junto a tu Padre, en la luz
inaccesible vivías;
hoy estás entre tinieblas
como una estrella caída.
En tu palacio, un enjambre
de arcángeles te servía;
hoy estás entre mujeres
que lloran y hombres que gritan.
Antes eras el Ungido
con bálsamos de alegría;
hoy navegas en un mar
de tristeza sin orillas.
Dijiste que entre los hombres
vivir era una delicia;
y no hay dolor comparable
a tu tremenda agonía…
¡Pródigo de manos rotas
…y eres la Sabiduría!
Oh Cisne de Dios que cantas
a la muerte presentida:
ya van tus siete palabras
cantando en la lejanía…
¿Qué esperas para que salga,
de tu Corazón, la vida?
¡Vuelve ya a tu casa, Pródigo
el de las manos heridas!
En su palacio tu Padre,
el Gran Anciano de días,
escrutando los senderos
con sus eternas pupilas,
espera ya tu retorno
por las sendas florecidas.
Las lámparas del Paráclito
orladas de siemprevivas
para iluminar tus pasos
también están encendidas…
Pero, ya sé lo que esperas
para que vuelva tu vida,
por el túnel de la muerte,
a las mansiones divinas:
buscas a quien regalar
tus clavos y tus heridas;
y buscas otra cabeza
para poner tus espinas.
¡Dámelas a mí, Señor,
ansiosos, por recibirlas,
esperan mis pies, mis manos
y mis sienes doloridas!
Ante tu suprema dádiva
está mi fe de rodillas.
Yo subiré sobre el monte
al quedar tu cruz vacía,
y dormiré mis ensueños
sobre tu lecho de mirra.
Ahí dejaré que irrumpan
mis cataratas dormidas,
por completar en mi cuerpo
tu pasión interrumpida.
Pero ya vuelve, Dios mío,
a las mansiones divinas.
Vuelve a encender en los labios
de tu Padre, la sonrisa.
Ve a desatar las hogueras,
del Paráclito, cautivas.
Ve a devolver a los cielos
su inextingible alegría:
¡si todo está consumado,
Si ya tienes otra víctima!