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Benjamín Sánchez, Fr. Asinello

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(Sahuayo, 1923-2011)

Del Romancero de la Vía Dolorosa

Primera estación

Jesús es condenado a muerte

Et non respondit ei ad ullum verbum

(Mt. 27-14)

Te condenaron a muerte

tu silencio y mi silencio.

Las gargantas en tumulto

ante el Pretor somnoliento

lapidaron con sus gritos

el mármol de tu silencio.

Tu mutismo era una estatua

de blancura y de misterio…

“¡Habla, Jesús, que te matan!

Arropada en tu silencio

la muerte viene volando

entre graznidos de cuervos.

¡Habla, Señor, tu palabra,

como un huracán de fuego,

salga de tu boca y queme

lo falso de los denuestos!

¿Por qué te quedas callado

si eres el Divino Verbo…?

La boca de Dios quedó

baldía como el desierto.

Lo condenaron a muerte

su silencio y mi silencio.

Escupieron las gargantas

alaridos a mi miedo.

Al oleaje de gritos

debí levantar mi pecho

—dique de amor y diamante—

contra el torrente protervo.

Pero fui arena medrosa

que no supo defenderlo.

Debí gritarles… “¡judíos,

Yo soy, yo soy el perverso;

a mí la hiel, las espinas,

a mí la cruz y el flagelo!”

pero se anudó a mi voz

la vil serpiente del miedo.

¡Pastores, por cobardía

me mataron mi Cordero:

fue más fuerte que mi amor

el ladrido de los perros…!

Lo condenaron a muerte

su silencio y mi silencio:

uno, silencio de amor;

otro, silencio de miedo.

 

Cuarta estación

Jesús se encuentra con su Madre

Quo abiit Dilectus tuus, o pulcherrima mulierum? (Cant. 5-17)

Cristo, Niño mío,

¿para dónde vas?

 

María, Mar de lágrimas,

¿quién te lo dirá?

 

Piececitos como lirios

que en mi regazo crecieron,

¿por qué lleváis a mi Niño

por tan ingratos senderos:

alfombras: charcos de sangre,

sandalias: llagas de fuego?

Manecitas de jazmines

que en diciembre florecieron,

¿por qué os alejáis crispadas

sobre ese oscuro madero

y ni podéis despediros

de mí, perfumando al viento?

 

Cristo, Niño mío,

¿para dónde vas?

María, Mar de lágrimas,

¿quién te lo dirá?

 

¡Oh cabeza de mi Niño

que durmió sobre mi pecho,

negras espinas te ciñen,

ya no dulcísimos besos;

dolor y llanto te arrullan,

ya no cantares maternos!

¡Oh puñadito de mirra

que perfumaste mi seno!

¿por qué vas con esos hombres

y a mí me dejas gimiendo?

Yo, por Ti, diera mi vida,

ellos… ¡dan treinta dineros!

 

Cristo, Niño mío,

¿para donde vas?

Pobre María, Mar de lágrimas,

No te canses de llorar.

 

Quinta estación

El cireneo ayuda a Jesús a llevar la Cruz

Dilectus meus mihi et ego illi (Cant. 2-16)

Yo seré tu cireneo,

Tú, Jesús, serás el mío.

Eres de mi mismo barro,

Dios sudoroso y herido,

te faltan muchas caídas

para llegar al patíbulo.

Tu vida puede quebrarse

a la mitad del camino,

y si mueres a deshora

nos dejas sin crucifijo,

sin testamento, sin Madre,

sin el Refugio Divino

de tu Corazón, abierto

por la lanza de Longinos…

Tienes que llegar al ara

muerto de dolor… y vivo;

si te abruma mucho el peso

de tu amor y mis delitos,

yo seré tu cireneo…

¡Vayamos al Sacrificio!

Y después, cuando en la vida

se cambien nuestros destinos,

cuando Tú, resucitado,

todo balsámico y limpio

me esperes en los trigales

viviente pero escondido,

y yo cruce ante tus ojos

hecho temblor y martirio,

llevando mi cruz a cuestas,

de dolor desmorecido,

Tú serás el cireneo

que me lleve al Sacrificio.

Eres, como yo, de barro;

hazme, como Tú, de trigo;

exprímeme sobre el monte

como maduro racimo;

y los dos, compenetrados,

hechos de harina y de vino,

en la cumbre amanecida

seremos un Sacrificio.

 

Sexta estación

La Verónica enjuga el rostro de Jesús

Ut signaculum super cor (Cant. 8-6)

Así quiero que me pintes

Sobre mi pecho tu rostro.

En el pesebre, de niño,

eras estrellita de oro;

de joven, entre los lirios,

el más fragante de todos;

bajo los soles maduros

pareciste el más hermoso;

mas hoy, cuando todos dicen

que no tienes ni decoro,

es cuando me gustas más:

eres ¡el Divino Rostro!

Así quiero que te pintes

en mis entrañas muy hondo,

con pinceladas de sangre,

de salivas y de polvo;

morado de bofetadas,

palidecido de oprobios.

Me enamoras como nunca

porque en tu cara conozco

todo el amor que me tienes

encendido y doloroso.

Mi corazón es el lienzo

para que pintes tu rostro.

En Ti quiero retratarme

como un espejo en el otro.

¡Que no me falten espinas

ni lágrimas en los ojos,

ni sudor, ni bofetadas,

ni manchas de sangre y lodo!

Con tal que a Ti me parezca,

sufrir me parece poco.

 

Décimo segunda estación

Jesús muere en la cruz

Surgam et ibo ad Patrem (Lc. 15-18)

Vuelve ya a tu casa, Pródigo

el de las manos vacías.

¿A dónde vino a parar

toda tu gloria divina,

oh mi Dios, encarcelado

en una cárcel de arcilla?

Tú que colmas los abismos

con tu presencia infinita

cabes entre cuatro clavos

y una corona de espinas.

Dejaste el seno del Padre

por el seno de María;

del cielo huíste trayendo

toda tu herencia divina:

la diste a los pecadores

y a las mujeres perdidas.

El mosto de las granadas

coronó tus sienes limpias

con su locura de fuego

bajo la huerta sombría;

y así saliste, embriagado,

por la clara mañanita,

a derrochar tus tesoros

con amor y sin medida.

Tus manos fueron sembrando

su lluvia de rosas finas

en el surco azul del aire

sobre las tierras baldías…

ya estás ahí, manirroto,

en cruz sobre la colina;

¿qué te queda ya por dar

de tus riquezas divinas?

Por tener las manos rotas

se te quedaron vacías.

Junto a tu Padre, en la luz

inaccesible vivías;

hoy estás entre tinieblas

como una estrella caída.

En tu palacio, un enjambre

de arcángeles te servía;

hoy estás entre mujeres

que lloran y hombres que gritan.

Antes eras el Ungido

con bálsamos de alegría;

hoy navegas en un mar

de tristeza sin orillas.

Dijiste que entre los hombres

vivir era una delicia;

y no hay dolor comparable

a tu tremenda agonía…

¡Pródigo de manos rotas

…y eres la Sabiduría!

Oh Cisne de Dios que cantas

a la muerte presentida:

ya van tus siete palabras

cantando en la lejanía…

¿Qué esperas para que salga,

de tu Corazón, la vida?

¡Vuelve ya a tu casa, Pródigo

el de las manos heridas!

En su palacio tu Padre,

el Gran Anciano de días,

escrutando los senderos

con sus eternas pupilas,

espera ya tu retorno

por las sendas florecidas.

Las lámparas del Paráclito

orladas de siemprevivas

para iluminar tus pasos

también están encendidas…

Pero, ya sé lo que esperas

para que vuelva tu vida,

por el túnel de la muerte,

a las mansiones divinas:

buscas a quien regalar

tus clavos y tus heridas;

y buscas otra cabeza

para poner tus espinas.

¡Dámelas a mí, Señor,

ansiosos, por recibirlas,

esperan mis pies, mis manos

y mis sienes doloridas!

Ante tu suprema dádiva

está mi fe de rodillas.

Yo subiré sobre el monte

al quedar tu cruz vacía,

y dormiré mis ensueños

sobre tu lecho de mirra.

Ahí dejaré que irrumpan

mis cataratas dormidas,

por completar en mi cuerpo

tu pasión interrumpida.

Pero ya vuelve, Dios mío,

a las mansiones divinas.

Vuelve a encender en los labios

de tu Padre, la sonrisa.

Ve a desatar las hogueras,

del Paráclito, cautivas.

Ve a devolver a los cielos

su inextingible alegría:

¡si todo está consumado,

Si ya tienes otra víctima!

 

 

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