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Dos fuegos que no se pueden separar

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Mucha gente me ha preguntado sobre la personalidad del Papa Francisco, que si lo conozco personalmente, que si siempre ha sido así de cercano y sencillo con la gente. ¿Qué es lo que piensa? ¿Cuál es su teología? ¿Logrará cumplir su sueño de impulsar una Iglesia más sencilla y cercana a los más pobres? Incluso, algún sacerdote se quejaba de que está demostrando que no es intelectual y que sus discursos distan mucho de ser piezas teológicas como las de Su Santidad Benedicto XVI. Jamás ha pretendido serlo y siempre ha reconocido y agradecido que el gran Papa emérito haya sido una gran bendición, tanto por su profundidad teológica como por su humildad y su gran amor por la Iglesia, puestos en evidencia en su dimisión. Sería inútil y absurdo compararlos. Me parece que la homilía que el Santo Padre dirigió a los jesuitas el pasado día de San Ignacio de Loyola lo define con sencillez porque se expresó desde la más auténtica espiritualidad ignaciana y la quiere poner en práctica en su pontificado como lo que es: un jesuita enamorado de Jesucristo y de la Iglesia. 

En un primer momento, Francisco hizo alusión al “escudo de armas” que asumió la Compañía de Jesús desde su fundación, cuyo origen se remonta a San Bernardino de Siena, enamorado de la Eucaristía y que San Ignacio de Loyola adoptó para insistir en lo que debe ser el centro de nuestra espiritualidad. Me refiero al monograma con el acrónimo de “Iesus Hominum Salvator” (IHS). Según el Papa, «este escudo nos recuerda continuamente una realidad que no debemos olvidar: la centralidad de Cristo para cada uno de nosotros y para toda la Compañía, que San Ignacio quiso llamar ‘de Jesús’ para indicar el punto de referencia. Por otra parte, incluso en el comienzo de los Ejercicios Espirituales, nos pone frente a nuestro Señor Jesucristo, nuestro creador y Salvador (Cfr. EE, 6). Y esto nos conduce a los jesuitas y a toda la Compañía a ser “descentralizados”, a tener ante el “Cristo siempre mayor”, el “Deus semper maior”, la “intimior intimo meo”, que nos lleva continuamente fuera de nosotros mismos, nos lleva a una cierta kenosis, a “salir del propio amor, querer e interés” (EE, 189)».

Podemos entender qué piensa el Papa jesuita cuando, en familia, dirigiéndose a sus hermanos, nos plantea las preguntas que para él son esenciales: « ¿Es Cristo el centro de mi vida? ¿Pongo realmente a Cristo en el centro de mi vida? Porque siempre existe la tentación de pensar en nosotros en el centro. Y cuando se pone el jesuita en el centro y no Cristo, yerra […] ¡Cristo es nuestra vida! La centralidad de Cristo es la centralidad de la Iglesia. Son dos fuegos que no se puede separar: no puedo seguir a Cristo sino en la Iglesia y con la Iglesia. E incluso en este caso nosotros los jesuitas y toda la Compañía no estamos al centro, estamos, por así decirlo, “desplazados”, estamos al servicio de Cristo y de la Iglesia, la esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra Santa madre Iglesia Jerárquica (Cfr. EE, 353). Ser hombres arraigados y cimentados en la Iglesia: así nos quiere Jesús. No puede haber caminos paralelos o aislados. Sí, buscar caminos, caminos creativos, sí, esto es importante: ir a las periferias, tantas periferias. Para esto se necesita creatividad, pero siempre en la comunidad de la Iglesia, con esta membrecía que nos da valor para seguir adelante. Servir a Cristo es amar a esta Iglesia concreta y servirla con generosidad y espíritu de obediencia».

El modo de ser del Papa está creando controversia, es verdad. Lo seguirán criticando y aun rechazando porque no absolutiza lo que debe ser relativo como algunos aspectos de la vestimenta litúrgica que, lejos de ayudar a celebrar la belleza de nuestra fe, la asfixian por no ir a la centralidad del evangelio; otros lo acusarán de no seguir las reglas del protocolo y la diplomacia. También seguirá siendo denostado por quienes se sienten amenazados como cuando ha invitado a los obispos a ser servidores y no príncipes o a los sacerdotes que no busquemos el poder y el dinero sino pedir la gracia de ser puestos con Cristo pobre y humilde y estar dispuestos a dar la vida por Él, en y con la Iglesia.

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