Me resulta imposible habituarme a aceptar que nunca jamás veré tu rostro hermoso y tierno cuando me esperabas a la puerta de nuestra casa, o tantas ocasiones en que yo regresaba tarde y, sin importar la hora, me esperabas despierta: siempre dispuesta a despedirme y darme la bendición por la mañana sin importar tu cansancio o el frío helado de las mañanas en la sierra de Paracho. Aún me conmueve, madre querida, tu paciente y larga espera del encuentro con Dios y tus seres queridos con el único lenguaje de tus expresivos ojos, atada a un sillón y a una enfermedad que hizo de ti una mártir doliente, imagen viva del sacrificio y entrega fiel, hasta el desgarrador y último suspiro. ¿Cómo podría comunicarme contigo ahora? ¿Cómo confesarte mis sentimientos? Ante la inmensidad de tu dolor soportado e iluminado, dime: ¿qué lenguaje podría usar para reiterar mi amor, mi admiración, mi gratitud por haberme dado todo a cambio de nada? Soy tan pobre, tan débil, tan limitado y el ardiente recuerdo de tus palabras el día de mi ordenación son para mí el testamento más valioso, la guía insustituible para orientar mi vida y misión al servicio de la Iglesia desde la Compañía de Jesús.
Te confieso que he experimentado cómo la vergüenza y pobreza de mi humanidad me abruman y, muchas veces, he sufrido el pánico de acompañar espiritualmente o de oir en confesión a muchas personas que son infinitamente mejores que yo; de dar consejos a muchos que deberían aconsejarme a mí; de ayudar a levantarse a otros «como un enano ayudaría a un gigante» o cuando tengo la sensación creciente de «ser un mal negocio para Dios» como admitía mi amigo Martín Descalzo. Aun cuando duela -y mucho-, reconozco que no soy mejor que otros, que muchas veces mis actos me empujan al egoísmo, a centrarme en mí mismo, a la comodidad o al ejercicio de mi sacerdocio desde el miedo, la tibieza o la cobardía ante el reto de la profecía y sus consecuencias. Vivo con la impresión de que se acerca mi final, que tendré que rendir cuenta de mis actos y no puedo evitar la sensación de que vivo a salto de mata, que me preocupan excesivamente las cosas que debo hacer y descuido mi vocación a ser. Me obsesiona el cumplir bien mi ministerio sacerdotal y, no obstante, muchas, muchas veces, soy consciente que no vivo «a tope» y pierdo la oportunidad de apasionarme con el presente, lo único real y, con ello, desperdicio el poder afrontar el futuro con una actitud más esperanzadora, desde la fe y la caridad misericordiosa.
Te confieso con timidez que frecuentemente no soy ni frío ni caliente; constato que no soy ni bueno ni malo del todo, que me desgasto en múltiples y diversas ocupaciones por no discernir los engaños y trampas con las que mal espíritu se hace presente en frenético activismo y me complazco con vivir a medias o arrastrar la vida casi «a media asta». En este día tan especial, querría decirte que hago mío lo que en innumerables ocasiones he dicho a otros: ¿qué haría si éste fuera el último de mi vida? No puedo sino fiarme de lo que el gran Papa Paulo VI decía en su testamento: «Fijo la mirada en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y por tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto su luz. Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza el destino de esta misma existencia fugaz. Señor, te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aun todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida.
Asimismo, siento el deber de dar gracias y bendecir a quien fue para mí transmisor de los dones de la vida que me has concedido Tú, Señor: los que me han traído a la vida (¡sean benditos mis Padres, tan dignos!), los que me han educado, amado, hecho bien, ayudado, rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos, confianza, bondad, cortesía, amistad, fidelidad, respeto. Contemplo lleno de agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen, ayuda, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas cosas hermosas y elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo! Ahora que la jornada llega al crepúsculo y todo termina y se desvanece esta estupenda y dramática escena temporal y terrena, ¿cómo agradecerte, Señor, después del don de la vida natural, el don muy superior de la fe y de la gracia, en el que únicamente se refugia al final mi ser? ¿Cómo celebrar dignamente tu bondad, Señor, porque apenas entrado en este mundo, fui insertado en el mundo inefable de la Iglesia católica? Y ¿cómo, por haber sido llamado e iniciado en el Sacerdocio de Cristo? Y ¿cómo, por haber tenido el gozo y la misión de servir a las almas, a los hermanos, a los jóvenes, a los pobres, al pueblo de Dios, y haber tenido el honor inmerecido de ser ministro de la santa Iglesia?». |
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